La fábula se encarna en la poesía de
Rezzano con el tono y el ritmo que le permiten montar inquietudes desconocidas,
como quien monta escenografías, para entonar certeros soliloquios en medio de
ellas. Pero estas miniaturas pobladas de resonancias metafóricas están vaciadas
de la advertencia organizada de la fábula. La lección, en todo caso, sobreviene
en el borde último del poema, y a veces al segundo después de haberlo terminado
de leer, cuando descubrimos que, como si hubiésemos subido a una montaña rusa
—resonancia de aquella que hacía sangrar por boca y nariz en los anti-poemas
del poeta chileno Nicanor Parra—, la voz incierta ha jugado con nuestra
propensión a la gravedad: se trataba de una especie de broma donde la crueldad
o la ternura no son una propuesta, sólo animan movimientos —musicales— de una
ilusión controlada.
El tiempo alterado, que por medio de
elipsis, aceleraciones, cortes y pausas implementa pasados perdidos, futuros
dudosos y la perturbadora invasión del presente, enseguida es identificado,
pero ¿quiénes son los seres que hablan apoderándose de la primera persona que
usa el poeta?, ¿desde dónde nos hablan? Puede que sea desde los remolinos que
arma una memoria con la resaca de lecturas y películas vistas, desde los juegos
y acertijos del otro que es el mismo, desde las mismísimas transformaciones
frente al espejo, o desde la confusión que se instala por los desdoblamientos y
reuniones de un coro extraño que nos resuena como si estuviera sonando en
alguna entraña propia o cercana.
De todas maneras, cuando leí por primera
vez los poemas de Rezzano sentí mucha curiosidad por el operador que hacía
hablar a esas voces. ¿Qué clase de persona escribiría esto y por qué? Incluso
sonreí: ¿escribe alguien estos poemas? El tono determinante que va avanzando
con algo de amenaza sobre el lector parece provenir siempre de un lugar
múltiple e indirecto pero a la vez conforma una entidad única. Sólo después de
conocer a Rezzano personalmente y que me confesara el secreto que hoy develo,
supe que el uso de la primera persona supone la elección de una puesta. Montar
la escena es un acto de transformación gracias a esa primera persona que es ojo
y máquina desde algún sitio desplazado. El poeta opera como usurpador del
cuerpo de otro —hay cuerpos, no son sólo voces— para instalar en ese recipiente
vacío una cámara, en el cuerpo de ese otro que también es un montaje escénico
—cuerpos como locaciones, escenas como robots habitables—. Y en ese transporte
vamos.
¿En qué, cómo, dónde conseguir que se deje
estar, en definitiva que se entregue —o al menos se quede un rato quieto,
atraído, demorado— un escéptico, un gracioso, un rebelde de solemnidades, un
necesitado de acción renegado de la paz que huye del equilibrio final, un
espíritu adolescente? En el terror tal vez, más precisamente en el montaje del
terror, en la risa que provoca ese montaje —la escena del descuartizamiento que
el propio ilusionista prepara, ejecuta y después desarma y desmiente—. No pasó
nada (pero podría haber pasado).
En estos aparatos de producir vértigo, en
los que por momentos los poemas de Rezzano se transforman y se deforman, y en
la voz enmascarada, pueden detectarse semejanzas con las construcciones de
Henri Michaux de sus poemas en prosa. Las escenas no son contemplaciones, no
son situaciones diarias que revelan un camino, ni son descripciones de estados
de ánimo que fluctúan. Rebelde de la poesía siendo poeta consigue con el
montaje de paranoias arrastrar al lector por pasillos que hasta podrían ser
aterradores, para desembocar muchas veces en un afuera desde donde se mira lo anterior y se entiende que “no era”.
Pero no se termina ahí, ese vacío propina un nuevo susto: el de lo real. La
inminencia de algo peor no se suspende. Da lo mismo concluir que el universo
sigue expandiéndose como considerarlo inconmovible. Los cuerpos siempre estarán
ocupados. Los muertos continuarán hablando, viéndose a sí mismos con la mirada
póstuma. Lo que parece otra cosa no es más que el presente o lo real.
La ilusión como paranoia vuelve extraño
algo cotidiano o directamente incorpora lo sobrenatural a la realidad y deja
—como corresponde— una duda postrera: que en las ruinas de aquella ilusión,
cuando ya fue desmontada, habiten las visiones que se habían invocado. Y sí: en
ese tiempo largo, superior, los humanos y todo lo que vive en nosotros y con
nosotros es sólo una aparición que dura una bocanada de aire, una inspiración o
un desaliento. Para qué fingir que no lo sabemos. Sólo resta plegar y desplegar
los instantes, como si ese acordeón nos hiciera durar un rato más o abarcar, en
el recorrido de otro eje, un poco más de espacio-tiempo. Pienso en el caño que
baja y sube con el caballo de la calesita simulando el galope eterno y pienso
también en algo que me contó una amiga actriz. En la filmación de una película
de terror le tocó protagonizar una escena donde era decapitada. Para tal efecto
tuvieron que construir en látex una reproducción exacta de su cabeza con sus
facciones y su cabello. “Quedate quietita y relajada” le pidieron mientras se
secaba el material. Ocurrieron dos cosas: mientras esperaba para filmar, horas
más tarde, vio su cabeza por ahí, ya terminada, y por una milésima de segundo
no supo dónde estaba, si ahí o en ella misma. La otra cosa fue que cuando la
decapitaron la expresión de su rostro, lejos de mostrar la alteración
correspondiente, era la del más dulce y pacífico equilibrio. Murió
violentamente, pero en paz.