En 2012 publiqué Alcohol para después de quemar en Chile, en 2014 lo publiqué en Argentina y ahora, en octubre de este año, saldrá en España. Entre la primera y la segunda edición hay grandes diferencias (más de un tercio del libro es distinto), y entre la segunda y la tercera, en cambio, las diferencias son mínimas (apenas quité un poema e hice unas pocas correcciones).
Bueno, a lo que iba es a que quiero mostrarles un texto que ha sobrevivido a pequeñas y sucesivas transformaciones. Ustedes podrán poner en duda si ha valido la pena tanto trabajo, pero les juro que sí, y no porque piense que he escrito un poema memorable, sino porque prefiero este trabajo de locos, que es escribir poesía, a otros que me secan el cerebro.
Volver a los 17
A veces, mientras
camino, me propongo un juego: volver a los diecisiete, cuando mis planes no
guardaban ninguna relación con lo que hoy me toca, y mirar con aquellos ojos
cualquier detalle tomado al azar. El desafío es descubrir dónde me encuentro;
en qué ciudad o, al menos, en qué país. Una tarde, paseando por un lugar al que
no he vuelto, ocurrió que me quedé hechizado por el vuelo de las golondrinas,
tratando de descifrar su escritura sobre el cielo, gris y encapotado. La
lluvia, que empezaba a caerme sobre la cara, no tardó en despertarme con una
pregunta o quizás con dos: ¿quién era el migrante aquella primavera?, ¿cuántos
como yo harían falta para traer un verano? Traer a salvo el verano a casa como
si se tratara de un avión en emergencia; traer, aunque poco sea, buenas
noticias de otras costas, devoradas por el mar hace seiscientos años o más
—quién podría acordarse.
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