jueves, 13 de octubre de 2016

Prólogo de Rosario Bléfari a la edición española de “Alcohol para después de quemar”

























La fábula se encarna en la poesía de Rezzano con el tono y el ritmo que le permiten montar inquietudes desconocidas, como quien monta escenografías, para entonar certeros soliloquios en medio de ellas. Pero estas miniaturas pobladas de resonancias metafóricas están vaciadas de la advertencia organizada de la fábula. La lección, en todo caso, sobreviene en el borde último del poema, y a veces al segundo después de haberlo terminado de leer, cuando descubrimos que, como si hubiésemos subido a una montaña rusa —resonancia de aquella que hacía sangrar por boca y nariz en los anti-poemas del poeta chileno Nicanor Parra—, la voz incierta ha jugado con nuestra propensión a la gravedad: se trataba de una especie de broma donde la crueldad o la ternura no son una propuesta, sólo animan movimientos —musicales— de una ilusión controlada.
El tiempo alterado, que por medio de elipsis, aceleraciones, cortes y pausas implementa pasados perdidos, futuros dudosos y la perturbadora invasión del presente, enseguida es identificado, pero ¿quiénes son los seres que hablan apoderándose de la primera persona que usa el poeta?, ¿desde dónde nos hablan? Puede que sea desde los remolinos que arma una memoria con la resaca de lecturas y películas vistas, desde los juegos y acertijos del otro que es el mismo, desde las mismísimas transformaciones frente al espejo, o desde la confusión que se instala por los desdoblamientos y reuniones de un coro extraño que nos resuena como si estuviera sonando en alguna entraña propia o cercana.
De todas maneras, cuando leí por primera vez los poemas de Rezzano sentí mucha curiosidad por el operador que hacía hablar a esas voces. ¿Qué clase de persona escribiría esto y por qué? Incluso sonreí: ¿escribe alguien estos poemas? El tono determinante que va avanzando con algo de amenaza sobre el lector parece provenir siempre de un lugar múltiple e indirecto pero a la vez conforma una entidad única. Sólo después de conocer a Rezzano personalmente y que me confesara el secreto que hoy develo, supe que el uso de la primera persona supone la elección de una puesta. Montar la escena es un acto de transformación gracias a esa primera persona que es ojo y máquina desde algún sitio desplazado. El poeta opera como usurpador del cuerpo de otro —hay cuerpos, no son sólo voces— para instalar en ese recipiente vacío una cámara, en el cuerpo de ese otro que también es un montaje escénico —cuerpos como locaciones, escenas como robots habitables—. Y en ese transporte vamos.
¿En qué, cómo, dónde conseguir que se deje estar, en definitiva que se entregue —o al menos se quede un rato quieto, atraído, demorado— un escéptico, un gracioso, un rebelde de solemnidades, un necesitado de acción renegado de la paz que huye del equilibrio final, un espíritu adolescente? En el terror tal vez, más precisamente en el montaje del terror, en la risa que provoca ese montaje —la escena del descuartizamiento que el propio ilusionista prepara, ejecuta y después desarma y desmiente—. No pasó nada (pero podría haber pasado).
En estos aparatos de producir vértigo, en los que por momentos los poemas de Rezzano se transforman y se deforman, y en la voz enmascarada, pueden detectarse semejanzas con las construcciones de Henri Michaux de sus poemas en prosa. Las escenas no son contemplaciones, no son situaciones diarias que revelan un camino, ni son descripciones de estados de ánimo que fluctúan. Rebelde de la poesía siendo poeta consigue con el montaje de paranoias arrastrar al lector por pasillos que hasta podrían ser aterradores, para desembocar muchas veces en un afuera desde donde se mira lo anterior y se entiende que “no era”. Pero no se termina ahí, ese vacío propina un nuevo susto: el de lo real. La inminencia de algo peor no se suspende. Da lo mismo concluir que el universo sigue expandiéndose como considerarlo inconmovible. Los cuerpos siempre estarán ocupados. Los muertos continuarán hablando, viéndose a sí mismos con la mirada póstuma. Lo que parece otra cosa no es más que el presente o lo real.
La ilusión como paranoia vuelve extraño algo cotidiano o directamente incorpora lo sobrenatural a la realidad y deja —como corresponde— una duda postrera: que en las ruinas de aquella ilusión, cuando ya fue desmontada, habiten las visiones que se habían invocado. Y sí: en ese tiempo largo, superior, los humanos y todo lo que vive en nosotros y con nosotros es sólo una aparición que dura una bocanada de aire, una inspiración o un desaliento. Para qué fingir que no lo sabemos. Sólo resta plegar y desplegar los instantes, como si ese acordeón nos hiciera durar un rato más o abarcar, en el recorrido de otro eje, un poco más de espacio-tiempo. Pienso en el caño que baja y sube con el caballo de la calesita simulando el galope eterno y pienso también en algo que me contó una amiga actriz. En la filmación de una película de terror le tocó protagonizar una escena donde era decapitada. Para tal efecto tuvieron que construir en látex una reproducción exacta de su cabeza con sus facciones y su cabello. “Quedate quietita y relajada” le pidieron mientras se secaba el material. Ocurrieron dos cosas: mientras esperaba para filmar, horas más tarde, vio su cabeza por ahí, ya terminada, y por una milésima de segundo no supo dónde estaba, si ahí o en ella misma. La otra cosa fue que cuando la decapitaron la expresión de su rostro, lejos de mostrar la alteración correspondiente, era la del más dulce y pacífico equilibrio. Murió violentamente, pero en paz.

Rosario Bléfari