domingo, 24 de diciembre de 2006

Presentación de Gato Barcino, Librería Laie (Barcelona), 28/09/06. Palabras del editor


En primer lugar quisiera dar las gracias a esta casa, a Laie, por hospedar generosamente esta presentación de Gato barcino de Eduardo Rezzano. Agradecerles también a todos ustedes su presencia y, sobre todo, darles las gracias a Carolina y a Eduardo, muy cálidamente, por haber cruzado los mares desde su Argentina natal, desde La Plata concretamente, para estar con nosotros y celebrar la edición de sus poemas.
Antes de darle la palabra a Eduardo, que es a quien todos queremos escuchar, quisiera tan sólo ofrecerles unas breves impresiones de la lectura de estos poemas.
Gato barcino fue contratado hace ya más de tres años. Desde entonces la publicación se ha ido demorando hasta hoy debido a las diversas y a menudo inesperadas vicisitudes de este oficio un tanto esquizofrénico en el que conviven -no siempre en armonía- el rigor del intelectual, la burocracia funcionarial y las servidumbres del mercader. Eduardo encajó los sucesivos aplazamientos de la edición con un estoicismo, una calma y una cortesía exquisitas, casi orientales, que aprovecho para reconocerle públicamente. Resulta además que al cabo de estos tres años uno ya se había olvidado, como quien dice, de por qué había contratado este libro, de tal manera que el hecho de editarlo se convirtió en la experiencia de descubrirlo. Y la sorpresa fue mayúscula: encontré una intensidad y unos matices que sinceramente no recordaba o que quizá no había advertido en la primera y lejana lectura. Recordaba, eso sí, una voz genuina, difícil de comparar, pero me había perdido o había olvidado lo que era capaz de evocar esa voz. En esta ocasión, las esclavitudes del oficio me permitieron ser, pura y simplemente, un lector agradecido y justificar de paso, ante ustedes, la vulgaridad embarazosa que supone hablar bien de los libros que uno publica.
Lo primero que sorprende en este poemario es el tono, muy sostenido desde el primer hasta el último verso -algo en sí ya muy difícil-, un tono desconcertante, inusual, que le deja a uno algo perplejo, pues parece estar templado en algo que podríamos llamar disparatada cordura. En una primera lectura, rápida y superficial, puede parecer que estamos ante algo simplemente ingenioso, pero una relectura -o varias relecturas, como siempre pide la buena poesía- nos abre, de un modo a mi parecer muy cuidado, distintas capas de percepción: aparecen de pronto sombras imprevistas, astillas de significado, el eco de otras voces, rumores, una historia subterránea que nunca llega a hacerse evidente. Todo ello es posible gracias a la habilidad con que se modula la voz que habla en estos poemas, una voz extremadamente educada, muy discreta, amable, pero que, al mismo tiempo, no protagoniza, no representa en ningún caso una literatura amable, sino todo lo contrario. Quien habla en este libro es capaz de contar el infierno sin perder la compostura y sin gritar, lo cual siempre es muy de agradecer. En un tiempo en que abundan la retórica hueca, la grandilocuencia, la autocompasión y proliferan los espectáculos literarios en que espectadores y actores se revuelcan sin pudor en su propio dolor, sorprende y emociona leer estos poemas que parecen avergonzados de su propia suerte y en los que late una tristeza, una sugestión de despedida y pérdida como disimulada, disciplinada, con una conciencia muy acusada de su propia decencia y de la trascendencia de su dolor, demasiado valioso para ser representado sin decoro. Un dolor educado, reticente, que se defiende de sí mismo además con un sentido del humor muy particular, capaz de pulverizar las expectativas creadas en las primeras estrofas del poema y llevarnos a un final inesperado, imprevisible, que nos expulsa, por decirlo así, de un ámbito íntimo que no nos corresponde.
A lo largo de este libro parece desarrollarse, muy lentamente, un proceso de despojamiento, de desahucio, la construcción y asunción de una ausencia, de índole claramente amorosa. La obsesión callada por un amor roto o alejado, fantasmagórico, atraviesa como una soga el cuerpo de todo el poemario hasta el punto de que la ausencia, la pérdida, ya no se encarna en el ser amado sino en quien ama todavía. Podríamos decir que de tanto convocar a un fantasma, la voz de estos poemas se ha convertido en el fantasma. O para decirlo en palabras de Arreola: “La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de las apariciones”.
Por otra parte, otro de los aspectos relevantes de este libro es el escenario en que se desarrolla, un escenario que, antes que una ciudad, es el encuentro con una ciudad, Barcelona, hallada por avatares que se parecen mucho al exilio. Sin embargo la imagen de la ciudad no es aquí, a pesar de los títulos de algunos poemas -Ciutat Vella, Rambla del Raval, Motjuic- concretamente geográfica y desde luego no tiene nada que ver con los ejercicios turísticos, complacientes y folclóricos que tantas veces genera el lugar, antes bien se trata de una ciudad interior, de un paisaje urbano esencialmente íntimo en el que se engasta ese proceso de desahucio del que antes hablábamos. La ciudad extranjera es tan sólo el teatro en el que se encuentra la ausencia : “Era Barcelona siglo XXI/ un invierno que no me recordaba/ especialmente a ningún otro/ y la mañana había empezado/ sin mí/ poc a poc/ pero irremediablemente.” Aquí se ve claramente lo que de decíamos antes sobre la facultad higiénica del humor, cómo con un breve ‘poc a poc’ neutraliza la fatalidad de lo que está diciendo.
Podríamos estar mucho más tiempo comentado aspectos de este libro, muy rico en matices y detalles. Podríamos hablar de cómo roza aspectos de la historia del país en un poema terriblemente memorable como “Montjuic”, pero no quiero extenderme más de lo necesario. Tan sólo quisiera acabar con un elogio al estilo de Eduardo Rezzano, a la extraordinaria economía con que afila sus poemas, despojados de toda ornamentación superflua, esculpidos como en granito, salvados del ruido y la verbosidad, ateridos en el rincón más frío de la habitación, pero sin perder ni un solo momento la capacidad de atención, de amabilidad, de caridad diría incluso, sin perder, a fin de cuentas, la humanidad que vibra en todos y cada uno de sus versos.

Andreu Jaume

sábado, 23 de diciembre de 2006

Presentación de Gato barcino, Librería Laie (Barcelona), 28/09/06. Palabras del autor

“Una mancha oscura de cromatina, llamada cuerpo de Barr, puede verse en las hembras de mamíferos en contacto con la membrana del núcleo de células somáticas en interfase. Esta mancha oscura es un cromosoma X inactivo. (...) En una etapa temprana del desarrollo del embrión del mamífero hembra, uno de los cromosomas X se inactiva en cada célula somática formada. Esta inactivación ocurre al azar, con el resultado de que el embrión deviene un mosaico de células que tienen uno u otro cromosoma X inactivado. Así, todas las células somáticas de un mamífero hembra no son idénticas, sino que hay de dos tipos, dependiendo de cual de los cromosomas X sea el activo y cual, el inactivo. (...) En los gatos, los alelos para el color del pelaje amarillo o negro son llevados en el cromosoma X. Los gatos machos, que tienen un único cromosoma X con uno u otro de estos alelos, son negros o amarillos. Los gatos barcinos tienen pelaje con áreas de color negro y amarillo, y, como cabría esperar, casi siempre son hembras, ajustándose esto en un todo a las predicciones de la hipótesis de Lyon.”
De haber conocido previamente este texto tan clarificador de Curtis y Barnes, el libro que hoy estamos presentando llevaría muy seguramente otro título, ya que el gato al que hago mención —a decir verdad, una gata llamada Ofelia— no reúne las características citadas.
Al margen de este equívoco, paralela o tangencialmente, o entre tanto, este poemario no fue escrito sólo en Barcelona, sino también en la vieja Barcino. Fue escrito en una ciudad llena de historia hasta la asfixia cuando yo necesitaba desprenderme de la mía propia para transformarme en otro, en el que realmente podía ser en ese allí mismo y en ese momento. Durante aquel proceso de despersonalización y pérdida de la identidad en que recorría enajenadamente la Ciudad Vieja, confundía épocas y culturas, y jugaba a ser un informante infiltrado en la Interzona de Burroughs, encontré también la posibilidad de no ser, me sentí libre para elegir entre la vida y la muerte, y elegí la poesía.
Un par de años después, tuve la oportunidad de ver un documental mejicano muy interesante. En él, el entrevistado, un hombre que había dejado atrás el D.F. para habitar en el desierto, decía que el peyote le ponía los pies en la tierra. Yo pensé “qué curioso, uno, que no es un conocedor, tiene otra idea de las sustancias alucinógenas”, pero enseguida lo entendí de otro modo: a mí, la poesía me pone los pies en la tierra, pero no en la tierra de la que el hombre es amo y dueño, sino en la tierra que no es de nadie, en el desierto más vasto y sobrecogedor, en un tiempo a la vez prehistórico y poshistórico. La poesía me pone los pies en la tierra, me hace experimentar mis posibilidades infinitas y me deshumaniza favorablemente.
Pero no nos engañemos, en la poesía no hay magia: el poema no deja de ser un artificio como todo lo que el hombre produce —con excepción, claro, de sus propios residuos orgánicos—, pero un artificio que genera una tensión hacia el límite en que nuestro mundo, por un instante, se desmorona o se convierte en una triste escenografía que invita a ser abandonada. Una invitación a dejar de ser para devenir, una invitación que es difícil de rechazar cuando está planteada en términos de vida o muerte.

Eduardo Rezzano