“Una mancha oscura de cromatina, llamada cuerpo de Barr, puede verse en las hembras de mamíferos en contacto con la membrana del núcleo de células somáticas en interfase. Esta mancha oscura es un cromosoma X inactivo. (...) En una etapa temprana del desarrollo del embrión del mamífero hembra, uno de los cromosomas X se inactiva en cada célula somática formada. Esta inactivación ocurre al azar, con el resultado de que el embrión deviene un mosaico de células que tienen uno u otro cromosoma X inactivado. Así, todas las células somáticas de un mamífero hembra no son idénticas, sino que hay de dos tipos, dependiendo de cual de los cromosomas X sea el activo y cual, el inactivo. (...) En los gatos, los alelos para el color del pelaje amarillo o negro son llevados en el cromosoma X. Los gatos machos, que tienen un único cromosoma X con uno u otro de estos alelos, son negros o amarillos. Los gatos barcinos tienen pelaje con áreas de color negro y amarillo, y, como cabría esperar, casi siempre son hembras, ajustándose esto en un todo a las predicciones de la hipótesis de Lyon.”
De haber conocido previamente este texto tan clarificador de Curtis y Barnes, el libro que hoy estamos presentando llevaría muy seguramente otro título, ya que el gato al que hago mención —a decir verdad, una gata llamada Ofelia— no reúne las características citadas.
Al margen de este equívoco, paralela o tangencialmente, o entre tanto, este poemario no fue escrito sólo en Barcelona, sino también en la vieja Barcino. Fue escrito en una ciudad llena de historia hasta la asfixia cuando yo necesitaba desprenderme de la mía propia para transformarme en otro, en el que realmente podía ser en ese allí mismo y en ese momento. Durante aquel proceso de despersonalización y pérdida de la identidad en que recorría enajenadamente la Ciudad Vieja, confundía épocas y culturas, y jugaba a ser un informante infiltrado en la Interzona de Burroughs, encontré también la posibilidad de no ser, me sentí libre para elegir entre la vida y la muerte, y elegí la poesía.
Un par de años después, tuve la oportunidad de ver un documental mejicano muy interesante. En él, el entrevistado, un hombre que había dejado atrás el D.F. para habitar en el desierto, decía que el peyote le ponía los pies en la tierra. Yo pensé “qué curioso, uno, que no es un conocedor, tiene otra idea de las sustancias alucinógenas”, pero enseguida lo entendí de otro modo: a mí, la poesía me pone los pies en la tierra, pero no en la tierra de la que el hombre es amo y dueño, sino en la tierra que no es de nadie, en el desierto más vasto y sobrecogedor, en un tiempo a la vez prehistórico y poshistórico. La poesía me pone los pies en la tierra, me hace experimentar mis posibilidades infinitas y me deshumaniza favorablemente.
Pero no nos engañemos, en la poesía no hay magia: el poema no deja de ser un artificio como todo lo que el hombre produce —con excepción, claro, de sus propios residuos orgánicos—, pero un artificio que genera una tensión hacia el límite en que nuestro mundo, por un instante, se desmorona o se convierte en una triste escenografía que invita a ser abandonada. Una invitación a dejar de ser para devenir, una invitación que es difícil de rechazar cuando está planteada en términos de vida o muerte.
Eduardo Rezzano
Al margen de este equívoco, paralela o tangencialmente, o entre tanto, este poemario no fue escrito sólo en Barcelona, sino también en la vieja Barcino. Fue escrito en una ciudad llena de historia hasta la asfixia cuando yo necesitaba desprenderme de la mía propia para transformarme en otro, en el que realmente podía ser en ese allí mismo y en ese momento. Durante aquel proceso de despersonalización y pérdida de la identidad en que recorría enajenadamente la Ciudad Vieja, confundía épocas y culturas, y jugaba a ser un informante infiltrado en la Interzona de Burroughs, encontré también la posibilidad de no ser, me sentí libre para elegir entre la vida y la muerte, y elegí la poesía.
Un par de años después, tuve la oportunidad de ver un documental mejicano muy interesante. En él, el entrevistado, un hombre que había dejado atrás el D.F. para habitar en el desierto, decía que el peyote le ponía los pies en la tierra. Yo pensé “qué curioso, uno, que no es un conocedor, tiene otra idea de las sustancias alucinógenas”, pero enseguida lo entendí de otro modo: a mí, la poesía me pone los pies en la tierra, pero no en la tierra de la que el hombre es amo y dueño, sino en la tierra que no es de nadie, en el desierto más vasto y sobrecogedor, en un tiempo a la vez prehistórico y poshistórico. La poesía me pone los pies en la tierra, me hace experimentar mis posibilidades infinitas y me deshumaniza favorablemente.
Pero no nos engañemos, en la poesía no hay magia: el poema no deja de ser un artificio como todo lo que el hombre produce —con excepción, claro, de sus propios residuos orgánicos—, pero un artificio que genera una tensión hacia el límite en que nuestro mundo, por un instante, se desmorona o se convierte en una triste escenografía que invita a ser abandonada. Una invitación a dejar de ser para devenir, una invitación que es difícil de rechazar cuando está planteada en términos de vida o muerte.
Eduardo Rezzano
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