martes, 26 de mayo de 2020

Una reseña de Paraíso (La Plata, Malisia, 2018), por Camila Pastorini Vaisman para BazarAmericano

 
Volver al paraíso terrenal
 
Esta es una historia verdadera, pero no recuerdo ningún detalle que la pueda hacer verosímil”. Así termina “Buenos muchachos”, uno de los textos en prosa de Paraíso, de Eduardo Rezzano. La historia referida es, de hecho, de las más verosímiles del libro: un grupo de amigos con nombres propios incluidos boicotean la presentación de una nueva editorial y son echados por los mozos. El narrador, partícipe de los hechos, termina con un dedo luxado y cada vez menos capaz de preparar el repertorio para un concierto. Lo que ocurre es que esta historia, descabellada pero verosímil para nosotrxs, rompe totalmente con el verosímil de Paraíso. Paraíso construye el verosímil, en cambio, de una película de terror. O de un cuento de Julio Cortázar.
Dentro del verosímil de terror podríamos pensar algunos tópicos: gente muerta, objetos asesinos, animales desarrollando actividades no terroríficas pero inquietantes. Dentro del tópico de la gente muerta, por ejemplo, entrarían los siguientes textos: “Animales mitológicos”, en el que no sabemos a quién le hablan los gritos del fondo porque “en la casa del fondo no vivía nadie –estaban todos muertos”; el breve poema “El viento”, “todo el tiempo escucho / palmeras que se agitan / ¿Dónde me enterraron? / No me acuerdo dónde / me morí hace tanto tiempo”; “Un sueño”, en el que el narrador sueña la muerte de un amigo y se entera por un sueño; “Patio”, poema en el que el yo lírico se refiere al patio del jardín de su casa y dice: “Un día va a tocarme / los pies / tan enterrado estoy / y del susto se le pondrán / blancas las hojas / helada la savia”.
Los otros dos posibles tópicos mencionados, “objetos asesinos” y “animales desarrollando actividades no terroríficas pero inquietantes” incluyen un portero fulminante, un espantapájaros al ataque, una cucaracha que aprende a deletrear nombres y una gata llamada Paula Rostova que cuenta historias en ruso. Estos bocetados verosímiles se construyen a partir de una relativa naturalización de los elementos terroríficos, que no parecen provocar miedo en el yo lírico ni en los otros personajes que aparecen en el libro, ni parecen ser invocados con el fin de generar temor tampoco. De algún modo, el potencial de miedo de esas pequeñas historias parece neutralizado por esa propia naturalización. Vemos una aparente disociación entre materia y tratamiento: en ocasiones, tanto los temas propios del terror como los que podríamos llamar banalmente “temas profundos” (la muerte, el tiempo, el lenguaje) son tratados con liviandad, o con una solemnidad un poco corrida de eje. En “Patio”, es el árbol el que se asusta al tocar el cuerpo enterrado, y en “Gruyère” el paso del tiempo durante un día no puede medirse porque el día “está agujereado / como un queso gruyère”.
Este ida y vuelta del terror a la cotidianeidad da el tono a Paraíso, que es un libro oscuro pero ágil a la vez, y por momentos casi risueño. En el poema “Vecinos”, los vecinos “se han tomado la costumbre / de saltar el tapial” y cuchichear en el patio del yo lírico, despertándolo cada mañana. Cuando éste descarta la posibilidad de echarlos a escobazos y sale a convidarlos con mate, ya no están; “una vez me faltó un malvón / otra la regadera de lata / aquella que pretendían mis primos / cuando murió el abuelo Ismael”. No hay nada fuera de regla con esos vecinos, aunque en la descripción de su conducta parecen un poco animalescos. Sin embargo su aparición es decididamente inquietante, tanto para quienes leemos el poema como para quien lo enuncia. Paraíso, yendo y viniendo, circula en esa inquietud de principio a fin.
Una vez dicho todo lo anterior, se hace necesario recordar el título del libro. De contenido significativamente distinto de lo que usualmente asociaríamos al paraíso, Paraíso ofrece sin embargo algunas definiciones propias. En “En invierno” leemos: “Pero seré bueno con los perros, los bichos, los pájaros; los dejaré cagar adentro y harán de mi hogar un paraíso”. Y leemos también, pocas páginas después, en la introducción al primer apéndice, Lixo (en portugués, basura): “La construcción de un paraíso genera basura”. Rezzano vuelve al paraíso terrenal, en todo sentido: regresa al paraíso terrenal y a la vez lo convierte en terrenal. Y en esa fórmula, que podemos pensar paradójica, los términos se cancelan; nada terrenal podrá ser paraíso, y entonces el paraíso será una casa cagada por animales, el día un queso gruyère y la muerte un recurso poético

Una reseña de Alcohol para después de quemar (Barcelona, Kriller71, 2016), por Joaquín Correa para Solo Tempestad

En su lúcido “Prólogo”, Rosario Bléfari se refiere al universo que se despliega en los poemas de Alcohol para después de quemar, de Eduardo Rezzano, como “inquietudes desconocidas” donde se montan “certeros soliloquios” o “miniaturas pobladas de resonancias metafóricas” vaciadas de la advertencia final de la fábula y compara su lectura al vértigo de una montaña rusa animada por “movimientos – musicales – de una ilusión controlada”. El tiempo alterado de los poemas de Rezzano está habitado por un conjunto de voces y cuerpos de los cuales el poeta se apodera para hacerlos hablar y moverse dentro de un montaje escénico. Lo que produce el terror no son esos montajes animados de feria macabra sino lo real que se agazapa detrás de ellos.
Una vez que entramos al texto en sí, luego del anticipo ineludible de Rosario y antes de la división en tres apartados de los poemas (“El tiempo y los animales”, “Miniaturas”, “Póstumos”), encontramos, en la edición que kriller71 dio a conocer en septiembre de 2016, la dedicatoria del texto: “Para Carolina y con ella” que, más allá de ser un mero topos literario se configura como indicación de la autoría conjunta del libro: a esa misma Carolina pertenecen tanto la fotografía de portada del libro cuanto las varias otras que se distribuyen a lo largo del texto. Podemos decir, entonces, que estamos frente a un libro hecho a cuatro manos, poemas y fotografías montados, como dijera la propia Rosario Bléfari, para hacer funcionar esa ilusión controlada. Las cuatro fotografías dan a ver menos de lo que ocultan o esquivan a la mirada. No son puramente referenciales, más bien componen escenas equívocas del mismo modo que paradojal es el terreno donde se mueve la escritura de los poemas.
La escritura de los poemas de Rezzano oscila entre los poemas en prosa, los poemas en verso libre y aquellos otros que se sitúan a camino entre esas dos formas. Breves, la mayor parte de las veces, siembran la confusión y anticipan el caos del final o del mismísimo presente. Resulta complicado decir si el tiempo de estas escenas es el prefacio o el epílogo de la post-historia. “Parece el fin del mundo, pero es el comienzo, que no acaba; el presente, que lo invade todo”, cierra el primero de los poemas del libro, sin título, donde quizás se escuche la “radio del fin del tiempo, al menos por ahora”, de “Brindis”, cuyo locutor emite desde el más allá, dado que fue muerto en un bombardeo, casi ciego por la absenta, y sus emisiones habían sido grabadas. Por veces descripciones del mundo alrededor, por veces acercándose al registro del yo, el poema muta y se transforma en cada una de sus apariciones, alimentándose en ocasiones “desde los remolinos que arma una memoria con la resaca de lecturas y películas vistas”, como afirmara Rosario Bléfari, y en otras de un surrealismo distópico inédito. No hay, por lo tanto, ninguna certeza que establezca el origen subjetivo de la voz que enuncia y dice ni tampoco el establecimiento cronotópico de su localización. Pareciera ser el desastre, aunque sea imposible terminar de afirmarlo.
En “Miniaturas”, el foco se corre y centra en otros lugares y tiempos, y las escenas que antes aparecían con cierto ritmo ahora se multiplican y diversifican. No hay un único protagonismo en el correr de las hojas y la propia voz poética se desdobla en tiempos pretéritos y futuros, como si en ella descansara toda la potencialidad que una vida posee en muchos de los mundos posibles. En “Macrobiótica”, se lee: “Si en verdad somos lo que comemos, el canibalismo nos hará humanos”. Allí, en ese límite de lo que se puede decir, podemos pensar, se juega la poética de Rezzano, porque atizando los alcances del lenguaje desde los mil y un frentes con que ataca lo real consigue formular lo inimaginable. La indagación que los montajes poéticos producen acaso confundan sino amplíen nuestra percepción de las cosas. Y así como hay un alcohol no para antes de quemar sino para después, hay poemas póstumos aun transitando por la vida, “árboles / que esperan a morir / para empezar a hablarnos” (“Verdades a medias”) y una poesía que no nos tiene piedad y nos deja desamparados y perdidos en un tiempo final que es este.