Pianista acompañante, de Eduardo Rezzano
La verdad, me hubiera gustado ser el acompañante de este pianista acompañante.
O por lo menos estar adentro de uno de los monos que estaban dentro del camarote que estaba dentro del piano que estaba adentro del camarote del capitán, que a su vez estaba dentro del Peer Gynt (un barco, no sólo una obra de Ibsen). O quizá un personaje principal navegando la realidad de la fantasía menos fantástica y más irreal de la realidad más terrible y secundaria: porque antes de este delirio todo se había acabado y nada había sucedido para que algo pudiera terminar.
El primer poema, el poema inaugural, ese que está solo a manera de epígrafe, parece querer representar un vaticinio de la biografía-epitafio de la primera parte, de los horarios de visita de la segunda, de los muertos de la tercera, y de los peores recuerdos de la cuarta. Actúa como un hilo de Ariadna que no asegura ninguna posibilidad de regreso. No es que el hilo se corte, uno puede retomarlo; pero cuando se llega al lugar donde aparentemente se partió se está en otro sitio muy distinto, empezando todo de cero (si es que el cero no es también una entelequia). Vaya uno a saber.
Los poemas (todos sus poemas de todos sus libros) son simplemente inasibles. Como la poesía, suceden como acontecen los días de nuestro paso por el mundo. Todo es raro, especial, alucinante. Es más: hasta diría que la vida le agradece a Eduardo Rezzano cuando la contempla y la escribe.
Gustavo Caso Rosendi
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